Como a cualquier otro, al profesional de la docencia le corresponde poseer ciertos principios éticos que adornen su quehacer de modo tal que haga de su acción docente una virtud, es decir, la mejora del propio carácter y el de sus alumnos a través del hábito bueno.
Regularmente exigimos que toda actuación profesional esté amparada en unos valores y deberes que surgen de dos fuentes básicas: lo que exige la sociedad y lo que se exige el propio individuo en su poder de decisión. Desde la sociedad emanan los valores morales y desde el individuo, en su capacidad reflexiva racional, los principios éticos. Ética y moral se diferencian, pero no se excluyen; sino que se complementan en un diálogo fructífero para el cuerpo social y para el individuo.
Desde un punto de vista laico, la profesión docente no es una vocación de servicio, sino un bien que ofrece un profesional acreditado para ello y por el cual devenga un salario que es, en principio, su medio de sustento. El docente es un profesional como cualquier otro y como tal está llamado a hacer bien el servicio que ofrece a la sociedad. Por esta razón, en el profesional docente deben conjugarse las normas dadas socialmente a toda profesión y los principios éticos que brotan de la reflexión de la acción docente.
En este afán de diálogo entre las normas sociales y los principios personales hay cuatro postulados para la ética del docente que comparto: primero, “que la acción educativa esté bien hecha y que constituya un bien para los alumnos”; segundo, “que la acción educativa respete y estimule la diversidad en los aprendizajes”; tercero, “que la acción educativa ofrezca las posibilidades de aprendizaje y de mejora a los alumnos según sus capacidades”; cuarto, “que la acción educativa no represente obstáculo alguno para el desarrollo de las capacidades de los alumnos”.
Estos cuatro postulados emanan de una armonía entre los principios de toda profesión y el fin de la acción educativa que es la mejora de las capacidades y aprendizajes de los alumnos. Pero estos postulados no tienen sentido si no hay un trasfondo que sirve de tamiz entre las normas morales y los deberes éticos: la autorreflexión como cuidado de sí.
El cuidado de sí es conocimiento de sí mismo; no del yo, que no existe. Sólo llegamos a nosotros mismos por mediación del lenguaje y los otros; por tanto, el docente debe narrarse en su acción educativa para cobrarle sentido al quehacer propio. Narrarse a sí mismo significa ver su identidad como constituida por el lenguaje y por la acción propia. Significa también inscribir su acción educativa en la totalidad de una vida, de donde cobra sentido y da sentido.
La vida no es una serie de episodios experimentados de modo inconexos, sino la significación que le damos a esta serie de acontecimientos en el marco de una totalidad significante. Sócrates decía que una vida no reflexionada es una vida no vivida. En este tenor, vivir y contar no parecen tan lejanos como solemos pensarlo. Contar la propia vida no sólo trae ventajas insospechadas en el descubrimiento de quiénes somos, sino que nos permite mejorar el curso diario de nuestras acciones. De este modo, vivir, contar y reflexionar constituyen una unidad elemental antropológica y psicológica. En la medida en que reflexionamos sobre nosotros mismos y damos una unidad significativa a los sucesos cotidianos que nos ocurren, a las acciones cotidianas que realizamos, es que podemos hablar de una vida vivida.
Si la ética docente es la reflexión sistemática y racional sobre la acción educativa, el modo de comprenderse del docente es narrando su propia actividad pedagógica. Narrar aquí no se reduce solo a contar una historia, sino a comprender en una totalidad significante el curso temporal de una serie de acontecimientos constituidos por la acción pedagógica. En la medida en que comprendo la acción educativa y su intencionalidad en el marco de una totalidad más vasta, más abarcadora, es decir, en el desarrollo plural de una vida, me comprendo mejor a mí mismo. En este sentido, un docente ético será aquel que se reconoce y comprende a sí mismo haciendo un bien a otros bien hecho.
3.3.3 VALORES, CUALIDADES Y CARACTERÍSTICAS.
3.3.3 VALORES, CUALIDADES Y CARACTERÍSTICAS.
1.
Buscan superarse a sí mismos y adquirir nuevas herramientas
Como todo buen profesional, un docente dedicado a
su trabajo busca constantemente
maneras de perfeccionar sus habilidades,
explorar nuevas herramientas y
aprender más y más hasta convertirse en un experto en su materia. Nunca se
dejan vencer por el orgullo ni sienten que son demasiado buenos para escuchar
recomendaciones, buscar mentores ni seguir avanzando.
2. Tienen una
actitud positiva y aman su trabajo
Los docentes que aman su trabajo son fáciles de
reconocer, ya que transmiten una
sensación de vitalidad y energía positiva en sus clases. A menudo
también cuentan con un sentido del humor y un ingenio que motiva a sus estudiantes a
aprender con ellos, sin importar lo “dura” o “aburrida” que
pueda ser la asignatura.
3. Saben escuchar
a sus estudiantes y se adaptan a sus necesidades
Los grandes docentes saben cuándo escuchar a sus estudiantes y cuándo brindarles apoyo
emocional. No obstante, también tienen la intuición necesaria para saber
cuándo ignorarlos y seguir con su instinto, ya que son conscientes de la
utilidad de lo que están enseñando y su forma de hacerlo.
Además,
entienden que el ambiente de clase es uno dinámico, por lo que no siempre se
puede seguir todo al pie de la letra. Los docentes exitosos saben adaptar sus
planes y lecciones para involucrar más a sus estudiantes.
4. Tienen claros
sus objetivos
Los docentes sobresalientes tienen claro lo que
quieren para sus estudiantes, y por eso trabajan de forma consistente a pesar
de las dificultades. Tampoco esperan resultados inmediatos ni gratificación
instantánea: saben que sus esfuerzos darán frutos al final.
5. No le temen al
cambio
Impartir un curso monótono y uniforme es un
antídoto contra la motivación de los estudiantes. Los buenos docentes conocen
el valor del cambio, la innovación y la sorpresa a la hora de infundir
vitalidad y emoción en sus lecciones. No temen experimentar con nuevos
recursos, arriesgarse ni salirse un poco de la norma para alcanzar sus metas.
6. Saben
comunicarse y trabajar con las familias
Dependiendo del nivel educativo, gran parte del
trabajo docente ocurre fuera del aula, en la comunicación con los padres y
familias de los estudiantes. Para que el alumno tenga éxito, es esencial que
los profesores puedan trabajar en colaboración con ellas y que siempre se
mantenga un canal de comunicación franco y abierto. Esto no quiere decir que
siempre se haga lo que los padres quieran o recomienden, ya que el buen docente
conoce lo que es mejor para sus estudiantes.
7. Confían en sus
estudiantes
Un gran docente cree sinceramente en que sus alumnos son capaces de llegar al éxito y
les exige de forma acorde. Esto no quiere decir que los errores sean vistos
como un fracaso, sino que tiene la confianza suficiente como para motivarlos a
superarlos y siempre llegar a más.
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